HIJOS DE DIOS

I

¿Qué es un cristiano? Esta pregunta puede contestarse de muchas maneras, pero la respuesta más idónea que conozco es la de que cristiano es aquel que tiene a Dios por Padre. Más, ¿no puede decirse esto con respecto a todos los hombres, sean cristianos o no? ¡Por cierto que no! La idea de que todos los hombres son hijos de Dios no se encuentra en la Biblia en ninguna parte. El Antiguo Testamento muestra a Dios corno el Padre, no de todos los hombres, sino de su propio pueblo, la simiente de Abraham. "Israel es mi hijo, mi primogénito. Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo... “(Exo. 4:22s). El Nuevo Testamento ofrece una visión mundial, pero él también muestra a Dios como Padre, no de todos los hombres, sino de aquellos que, sabiéndose pecadores, ponen su confianza en el Señor Jesucristo como el enviado divino que lleva sus pecados, y corno su maestro, y son así contados corno simiente espiritual de Abrahán. "Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús;... todos vosotros sois corno uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abrahán sois" (Gal. 3:26ss). El ser hijo de Dios no es, por lo tanto, una condición que adquirimos todos por nacimiento natural, sino un don sobrenatural que se recibe por aceptar a Jesús. "Nadie viene al Padre [en otras palabras, es reconocido por Dios como hijo] sino por mi (Juan -14:6). El don de la relación filial para con Dios se hace nuestro por el nuevo nacimiento y no por el nacimiento natural. "A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios" (Juan 1: 12).
El derecho de ser Hijo de Dios es, por lo tanto, un regalo de la gracia. No tiene carácter natural sino adoptivo: y así lo describe explícitamente el Nuevo Testamento. En la ley romana constituía práctica reconocida el que el adulto que quisiera heredero, alguien que perpetuase el nombre de la familia, adoptase un varón como hijo; generalmente cuando ya era mayor de edad, más bien que en la infancia, como es la práctica usual hoy en día. Los apóstoles declaran que Dios de tal modo ama a quienes ha redimido en la cruz que los ha adoptado a todos como herederos suyos, para que conozcan y compartan la gloria de que ya disfruta su Unigénito Hijo. "Dios envió a su Hijo... para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos" (Col. 4:4s): nosotros, vale decir, los que fuimos "predestinados para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo" (Efe. 1: 5). "Mirad cual amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios... cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es" (I Juan 3:1s).
Hace algunos años escribí lo que sigue: Se resume la totalidad de la enseñanza del Nuevo Testamento en una sola frase cuando se habla de que ella sea la revelación de la paternidad del santo Creador. Del mismo modo, resumimos la totalidad de la religión neotestamentaria cuando la describimos como el conocimiento de Dios como nuestro santo Padre. Si queremos juzgar en qué medida alguien comprende el cristianismo procuramos establecer qué es lo que piensa acerca del concepto de que es hijo de Dios, y de que tiene a Dios como Padre. Si no es este el pensamiento que impulsa y rige su adoración y sus oraciones y toda su percepción de la vida, significa que no entiende nada bien lo que es el cristianismo. Porque todo lo que Cristo enseñó, todo lo que hace que el Nuevo Testamento sea nuevo, y mejor que el Antiguo, todo cuanto sea distintamente cristiano por oposición a lo judaico, se resume en el conocimiento de la paternidad de Dios. "Padre" es el nombre cristiano para Dios (Evangelical Magazine. 7, p. 19s).
Esto me sigue pareciendo enteramente cierto, y sumamente importante. Nuestra comprensión del cristianismo no puede ser mejor que nuestra comprensión de lo que significa la adoración. Este capítulo tiene como fin ayudamos a. comprender mejor este hecho.
La revelación de que Dios es su Padre es, para el creyente, en un sentido, el clímax de la Biblia, así como fue un paso final del proceso revelador que registra la Biblia. En los tiempos del Antiguo Testamento, como hemos visto, Dios le dio a su pueblo un nombre relacionado con el pacto, que debían usar para hablar de él y dirigirse a él: el nombre Yahvé ("Jehová", "el SEÑOR"). Por este nombre Dios se anunció como "el gran YO SOY" -el que es totalmente y congruentemente él mismo. El es: y es porque él es lo que es, que todo lo demás es como es. El es la realidad detrás de toda la realidad, la causa que está en la base de todas las causas y todos los acontecimientos. Ese nombre proclama su existencia propia, su soberanía, su existencia enteramente libre de toda restricción o dependencia de lo externo a sí mismo. Si bien Yahvé era su nombre conforme al pacto, a Israel le recordaba lo que su Dios era en sí mismo, más bien que lo que sería para ellos. Era el nombre oficial del Rey de Israel, y había en él cierta reserva real. Se trataba (le un nombre enigmático, un nombre calculado para despertar humildad y admiración ante el misterio del Ser divino antes que otra cosa.
En plena conformidad con esto, el aspecto de su carácter que Dios enfatizaba mayormente en el Antiguo Testamento era el de su santidad. El canto de los ángeles que Isaías oyó en el templo, con sus repeticiones enfáticas -"Santo, Santo, Santo, Jehová de los ejércitos" (Isa. 6:3)-, podría usarse como texto lema para resumir el tema de la totalidad del Antiguo Testamento. La idea básica que expresa la palabra "santo" es la de separación, o el estado correspondiente. Cuando se declara que Dios es "santo", el pensamiento se refiere a todo lo que lo separa y lo hace distinto de sus criaturas: su grandeza ("la Majestad en las alturas", Heb. 1:3; 8: 1), y su pureza ("Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio", Hab. 1: 13). El espíritu todo de la religión del Antiguo Testamento estaba determinado por el pensamiento de la santidad de Dios. El énfasis constante era que el hombre, a causa de su debilidad como criatura y su corrupción como criatura pecaminosa, debía aprender a humillarse y ser reverente ante Dios. La religión era "el temor de Jehová", lo que se manifestaba en conocer la propia pequeñez, confesar las propias faltas, y humillarse en la presencia de Dios, en cobijarse agradecido al amparo de sus promesas de misericordia, y en cuidarse por sobre todo de no cometer pecados infames. Vez tras vez se recalcaba que el hombre debía guardar su lugar, y su distancia, en la presencia de un Dios santo. Este énfasis eclipsa a todo lo demás.
Pero en el Nuevo Testamento encontramos que las cosas han cambiado. Dios y la religión siguen siendo lo que fueron; la antigua revelación de la santidad de Dios, y su exigencia de la humildad del hombre, se presuponen en toda su extensión. Pero se ha agregado algo. Se ha incorporado un factor nuevo. Los creyentes neotestamentarios tratan a Dios como a su Padre. El nombre por el que lo llaman es justamente "Padre". "Padre" es ahora el nombre relacionado con el pacto -por cuanto el pacto que lo liga a su pueblo aparece revelado ahora como referido a la familia. Los cristianos son sus hijos, sus hijos propios y sus herederos. Y el énfasis del Nuevo Testamento ya no es sobre las dificultades y los peligros de acercarse al santo Dios, sino sobre la confianza y la seguridad con las que el creyente puede acercársele: confianza que surge directamente de la fe en Cristo, y del conocimiento de su obra de salvación. "Tenemos seguridad y acceso con confianza por medio de la fe en él" (Efe. 3: 12). "Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió... acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe... “(Heb. 10: 19ss). Para quienes son de Cristo, el Santo Dios es un Padre Amante; ellos pertenecen a su familia; pueden acercarse a él sin temor, con la invariable seguridad de que se ocupará de ellos, como un padre. Esta es la médula del mensaje neotestamentario.
¿Quién es capaz de captar esto? He oído argumentar seriamente que el concepto de la paternidad divina no puede significar nada a quienes tienen padres humanos inadecuados, faltos de sabiduría, faltos de afecto, o de ambas cosas, ni para los muchos que han tenido la desgracia de criarse sin padres. He oído una defensa de la reveladora omisión de toda referencia a la paternidad divina en la obra Honest to God (Sincero para con Dios, Barcelona: Ediciones Ariel, 1967) del obispo Robinsón sobre el argumento de que es la actitud correcta para recomendar la fe cristiana a una generación para la cual la vida de familia se ha desmoronado en gran medida. Pero el tal es un argumento pueril. Porque, en primer lugar, sencillamente no es verdad que en el campo de las relaciones personales los conceptos positivos no puedan formarse por contraste, que es la conclusión implícita en este caso. Muchas personas jóvenes se casan resueltas a no permitir que su matrimonio Sea un fracaso como lo fue el de sus padres: ¿acaso no es este un ideal positivo? Desde luego que sí. De modo semejante, la idea de que nuestro Hacedor pueda ser nuestro padre perfecto -fiel en amor y cuidados, generoso y comprensivo, interesado en todo lo que hacemos, respetuoso de nuestra individualidad, capaz de educamos, sabio para guiarnos, siempre a nuestra disposición, ayudándonos a desarrollamos con madurez, integridad, y rectitud- es una idea que puede tener sentido para todos, ya que llegamos a ella pudiendo decir "tuve un padre maravilloso, y veo que Dios es así sólo que en mayor medida" , o diciendo, "mi padre me desilusionó en esto, y en esto, y en esto, pero Dios, alabado sea su nombre, es seguro que ha de ser diferente", o diciendo, incluso, "nunca he sabido lo que es tener un padre en la tierra, pero gracias a Dios ahora tengo uno en el cielo" . La verdad es que todos tenemos un ideal positivo de la paternidad que nos sirve de base para juzgar a nuestros padres y a los de los demás, y puede afirmarse con confianza que no existe persona para quien la idea de la paternidad perfecta de Dios no signifique nada o le resulte repulsiva.
Pero de todos modos (y este es el segundo punto), Dios no nos ha dejado con dudas en cuanto a lo que supone su paternidad, y lo hace estableciendo analogías con la paternidad humana. Dios nos reveló su significado pleno de una vez y para siempre por medio de nuestro Señor Jesucristo, su propio Hijo encarnado. Así como de Dios "toma nombre toda la paternidad del cielo y sobre la tierra" (Efe. 3: 15, BA), así también, de su actividad manifestada como "-el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo" (1:3), aprendemos, en este caso que constituye también una norma universal, lo que realmente significa para nosotros los que somos de Cristo la revelación paternal de Dios. Porque Dios quiere que la vida de los creyentes sea un reflejo y una producción de la comunión entre Jesús y su Padre Celestial.
¿Dónde podemos aprender esto? Principalmente en el evangelio de Juan y en su primera epístola. En el evangelio de Juan la primera bendición evangélica que se menciona es la adopción (1: 12), y el punto culminante de la primera aparición después de la resurrección es la afirmación de Jesús de que subía "a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios" (20: 17). En la primera epístola de Juan ocupan lugar central los conceptos relativos a la posición de hijo como supremo don del amor de Dios (1 Juan 3: 1); de amor al Padre (2: 15, cf. 5: 1-3) y hacia los hermanos en la fe (2:9-11; 3: 10-17; 47:21) como la ética de la relación filial; de comunión con Dios Padre como el privilegio de la misma relación (2: 13, 23s); de justicia y evitación del pecado como evidencia de la relación filial (2:29; 3:9s-5: 18); y de ver a Jesús, y asemejarnos a él, como la esperanza de esa misma relación filial (3: 3). Estos dos libros, tomados conjuntamente, nos enseñan muy claramente lo que significaba para Jesús la paternidad de Dios, y lo que ahora significa para los cristianos:
Según el testimonio del propio Señor en el evangelio de Juan, la relación paternal de Dios hacia él supone cuatro cosas.
PRIMERO, AUTORIDAD. El Padre manda y dispone; la iniciativa que él espera de su Hijo es la de una resuelta obediencia a la voluntad del Padre. "Porque he descendido del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió.' "He acabado la obra que me diste que hiciese." "No puede el Hijo hacer nada por sí mismo." "Mi comida es que haga la voluntad del que me envió" (Juan 6:38; 17:4; 5:19; 4:34).
SEGUNDO, LA PATERNIDAD IMPLICABA AFECTO. "El Padre ama al Hijo". "El Padre me ha amado he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor" (5:20; 15:9s).
TERCERO, LA PATERNIDAD IMPLICABA COMUNIÓN. "No estoy solo, porque el Padre está conmigo." "El que me envió, conmigo está: no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada" (16:32; 8:29).
CUARTO, LA PATERNIDAD IMPLICABA HONOR. Dios desea exaltar a su Hijo. "Padre... glorifica a tu Hijo." "El Padre... todo el juicio dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre" (17: 1; 5:22s).
Todo esto se aplica a los hijos adoptivos de Dios. En Cristo Jesús su Señor, mediante él, Y bajo él, son gobernados, amados, acompañados, y honrados por su Padre Celestial. Como Jesús obedecía a Dios, también deben hacerla ellos. "Este es el amor de Dios [el Dios que engendró'], que guardemos sus mandamientos" (I Juan 5: 1 ,3). Dios ama a sus hijos adoptivos como amó a su Hijo Unigénito. "El Padre mismo nos ama" (Juan 16:27). Como Dios tenía comunión con su Hijo, así también la tiene con nosotros. "Nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo" (I Juan 1:3). De la manera en que Dios exaltó a Jesús exalta también a los seguidores de Jesús, como hermanos de una misma familia. "Si alguno me sirviere, mi Padre le honrara." "Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo" -para que vean y compartan la gloria que disfruta Jesús (Juan 12:26; 17:24). En tales términos la Biblia nos enseña a comprender la forma y la sustancia de la relación padre-hijo que liga al Padre de Jesús y al siervo de Jesús.
A esta altura se requiere una definición y análisis formal de lo que significa adopción. He aquí una excelente, tomada de la Confesión de Westminster (Capítulo XII):
Dios garantiza que todos los que son justificados, en su unigénito Hijo Jesucristo y por él, serán hechos partícipes de la gracia de la adopción: mediante la cual son incluidos en el número, y disfrutan de las libertades y los privilegios, de los hijos de Dios; se hacen acreedores a su nombre, y reciben el Espíritu de adopción; obtienen acceso al trono de la gracia con confianza; tienen derecho a exclamar Abba, Padre; Dios siente compasión hacia ellos, provee a sus necesidades, y los castiga como un padre; mas jamás son abandonados, sino sellados para el día de la redención, y heredan las promesas como herederos de eterna salvación.
Este es el carácter de la divina relación filial que se ofrece a los creyentes, relación que pasamos a estudiar.
II
NUESTRA PRIMERA consideración acerca de la adopción es la de que se trata del privilegio más grande que ofrece el evangelio: más grande aun que la justificación. Esto puede parecer extraño, por cuanto la justificación es el don de Dios al que, desde Lutero, han prestado los evangélicos la mayor atención; estamos acostumbrados a decir, casi sin pensarlo, que la justificación gratuita es la bendición suprema de Dios para nosotros los pecadores. No obstante, si consideramos seriamente la afirmación que al principio hacemos veremos que es verdad.
No se discute que la justificación -por la cual queremos decir el perdón de Dios de nuestro pasado, junto con su aceptación para el futuro- sea la bendición primaria y fundamental. La justificación es la bendición primaria porque resuelve nuestra necesidad espiritual primaria. Por naturaleza todos estamos bajo el juicio de Dios; su ley nos condena; la conciencia de culpa nos carcome, haciéndonos sentir inquietos, miserables, y, en los momentos de lucidez, atemorizados; no tenemos paz en nosotros mismos porque no tenemos paz con nuestro Hacedor.
Por lo tanto, necesitamos el perdón de nuestros pecados y la seguridad de una relación restablecida con Dios más que ninguna otra cosa en el mundo; y esto es lo que el evangelio nos ofrece antes de ofrecemos ninguna otra cosa. Los primeros sermones evangélicos que se predicaron, los que aparecen en Hechos, terminan con la promesa del perdón de pecados para todos los que se arrepientan y reciban a Jesús como su Salvador y Señor (Hch. 2:38; 3: 19; 10:43; 13:38; cf. 5:31; 17:30s; 19:21; 22: 16; 26:18; Luc. 24:47). En Romanos, la exposición paulina más completa del evangelio -"el evangelio más claro de todos", en la opinión de Lutero-, se expone en primer lugar la justificación mediante la cruz de Cristo (capítulos 1-5), Y se la considera como la base para todo 10 demás. En forma regular Pablo habla acerca de la justicia, la remisión de pecados, y la justificación como la consecuencia inmediata para nosotros de la muerte de Jesús (Rom. 3:22-26; II Coro 5:18-21; Gal. 3: 13s; Efe. 1:7; etc.). Y así como la justificación constituye la bendición primaria, también es la bendición fundamental, en el sentido de que todo lo demás que se relaciona con nuestra salvación la supone y. descansa sobre ella -incluida la adopción.
Pero esto no es lo mismo que decir que la justificación es la bendición más grande del evangelio. La adopción es más grande, por razón de la relación más rica con Dios que envuelve. Algunos libros de texto sobre la doctrina cristiana -el de Berkhof, por ejemplo- consideran a la adopción Hijos de Dios como si fuese una mera sub sección de la justificación; pero esto no resulta satisfactorio. Las dos ideas son distintas, y la adopción es la más sublime de las dos. La justificación es una idea forense, concebida en términos de la ley, y que ve a Dios como juez. En la justificación Dios declara que los creyentes penitentes no están, ni estarán jamás, sujetos a la muerte que merecen sus pecados, porque Cristo Jesús, su sustituto y sacrificio, gustó la muerte en lugar de ellos en la cruz. A decir verdad, este don gratuito de absolución y paz, obtenido para nosotros al costo del Calvario, es por cierto maravilloso; pero la justificación no implica en sí misma ninguna relación íntima ni profunda con Dios el juez. Como concepto, por lo menos, se podría gozar de la realidad de la justificación sin que surja ninguna comunión muy cercana con Dios. Pero comparemos ahora esto con la adopción. La adopción es un concepto relacionado con la familia, concebida en términos de amor, y que ve a Dios como padre. En la adopción Dios nos recibe en su familia y a su comunión, y nos coloca en la posición de hijos y herederos suyos. La intimidad, el afecto, y la generosidad están en la base de dicha relación. Estar en la debida relación con el Dios juez es algo realmente grande, pero es mucho más grande sentirse amado y cuidado por el Dios padre.
Este concepto no se ha expresado mejor que en el siguiente extracto de The Doctrine of Justification (La doctrina de la justificación), por James Buchanan:
Según las Escrituras, el perdón, la aceptación, y la adopción, son, en ese mismo orden, privilegios independientes, siendo cada uno de ellos mayor que el anterior mientras que los dos primeros pertenecen propiamente a la justificación (del pecador), ya que ambos se fundan en la misma relación -la de un Gobernante y su Súbdito-, el tercero es radicalmente diferente de ellos, ya que se funda en una relación más cercana, más tierna, y más cariñosa: la que existe entre un Padre y su Hijo. Hay una diferencia manifiesta entre la posición del siervo y el amigo, y también entre el siervo y el hijo. Se afirma que existe entre Cristo y su pueblo una intimidad más cercana y amorosa que la que existe entre un amo y su siervo: "Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no .sabe lo que hace su señor; pero os llamaré amigos" (Juan 15: 15); y se afirma que existe una relación aun más cercana y preciosa como consecuencia de la adopción, pues "ya no eres esclavo, sino hijo; Y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo" (Gál. 4:7). El privilegio de la adopción presupone el perdón y la aceptación, pero es mayor que ambos, pues "a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad [no "poder" (BJ, BA) en el sentido de fuerza interior, sino autoridad, "derecho" (VP), o "privilegio" (VM)] de ser hechos hijos de Dios" (Juan 1: 12). Este es un privilegio mayor que el de la justificación, ya que se funda en una relación más íntima y más cariñosa -"Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios"(I Juan 3: 1) (p.276s).
No sentimos plenamente la maravilla del paso de la muerte a la vida que se opera en el nuevo nacimiento hasta que la vemos como una transición, no ya simplemente como un rescate de la condenación hacia la aceptación sino de la esclavitud y la destitución, hacia la "seguridad, la certidumbre, y el gozo" de la familia de Dios. Así ve Pablo ese gran cambio en Gálatas 4: 1-7, donde contrasta la vida anterior de sus lectores, sujeta al legalismo esclavizante y a la superstición religiosa (v. 5 y 3), con el conocimiento presente que tienen de su Creador como Padre (v. 6) y benefactor (v. 7). Este, dice Pablo, es el lugar al que la fe en Cristo los ha llevado; han recibido "la adopción de hijos" (v. 5); "ya no eres esclavo, sino hijo, y si hijo, también heredero" (v. 7).
Cuando Charles Wesley encontró a Cristo el domingo de Pentecostés en 1738, su experiencia quedó plasmada en unos versos maravillosos ("The Wesleys' Conversión Hymn", Methodist Hymn Book 361, El Himno de la Conversión de los Wesley, Himnario Metodista 361), en los que la transición de la esclavitud a la relación filial constituye el tema principal.
¿Dónde ha de comenzar mi alma maravillada? ¿Cómo ha de aspirar mi todo al cielo? Siendo un esclavo redimido de la muerte y del pecado, un tizón arrancado del fuego eterno, ¿cómo he de alcanzar triunfos semejantes, o cantar la alabanza de mi gran Libertador? ¿Cómo he de expresar la bondad, PADRE, que tú me has mostrado?
¡Que yo, hijo de la ira y del infierno, sea llamado hijo de Dios, sepa que mis pecados son perdonados, sea bendecido con este anticipo del cielo! Tres días más tarde, nos dice Wesley en su diario, su hermano Juan entró precipitadamente con un grupo de amigos para anunciar que él también se había hecho creyente, y "cantamos el himno con gran gozo". ¿Hubiéramos podido unimos sinceramente al canto si hubiésemos estado allí? ¿Podemos hacer nuestras las palabras de Wesley? Si realmente somos hijos de Dios y "el Espíritu de su Hijo" está en nosotros, las palabras de Wesley ya habrán provocado un eco en nuestro corazón; pero si nos han dejado fríos, no veo cómo podemos imaginamos que somos cristianos en absoluto.
Para mostrar cuán grande es la bendición de la adopción tenemos que agregar algo más, a saber: que es una bendición que permanece. Los expertos sociales insisten en la actualidad en que la unidad familiar debe ser estable y segura, y que toda falta de estabilidad en la relación padre-hijo se resuelve en tensión, neurosis, y retraso en el desarrollo del niño. Las depresiones, las irregularidades del comportamiento, las faltas de inmadurez que señalan al hijo del hogar quebrantado son conocidas por todos. Pero en la familia de Dios las cosas no son así. Allí hay estabilidad y seguridad absolutas; el padre es enteramente sabio y bueno, y la posición del hijo está permanentemente asegurada. El concepto mismo de la adopción es en sí prueba y garantía de la preservación de los santos, porque solamente los padres malos echan a los hijos de la familia, aun cuando exista provocación; y Dios no es un padre malo, sino buena. Cuando se detecta depresión, irregularidad, e inmadurez en el cristiano, cabe preguntar si ha aprendido realmente el hábito saludable de considerar la perdurable seguridad de los hijos de Dios.
III
NUESTRA SEGUNDA consideración en relación con la adopción es la de que por ella ha de entenderse toda la vida cristiana. La relación filial tiene que ser el factor regulador -la categoría normativa, si se quiere- en cada etapa. Esto se sigue de la naturaleza del caso, y recibe confirmación sorprendente en el hecho de que toda la enseñanza de nuestro Señor relativa al discipulado cristiano está modelada en dichos términos.
Resulta claro que, así 'como Jesús siempre se consideró Hijo de Dios en un sentido único, así también consideró a sus seguidores como hijos de su Padre celestial, miembros de la misma familia divina a la que él también pertenecía. Al comienzo de su ministerio vemos que dice: "Todo aquel que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y mi hermana, y mi madre" (Mar. 3:35). Y dos de los evangelistas indican que después de su resurrección llamó hermanos a sus discípulos. "Mientras iban [las mujeres] a dar las nuevas a los discípulos, he aquí, Jesús les salió al encuentro... Entonces Jesús les dijo: No temáis, id, dad las nuevas a mis hermanos, para que vayan a Galilea, y allí me verán" (Mat. 28:9s). "Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a nuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. Fue entonces María Magdalena para dar a los discípulos las nuevas de que... él le había dicho estas cosas" (Juan 20: 17s). El escritor de hebreos nos asegura que el Señor Jesús considera a todos aquellos por los cuales ha muerto, y que son sus discípulos, como hermanos. El Hijo "no se avergüenza de llamados hermanos, diciendo: Anunciaré a mis hermanos tu nombre... “y, luego, "He aquí, yo y los hijos que Dios me dio" (Heb. 2: 11ss). Así como nuestro Hacedor es nuestro Padre, así también nuestro Salvador es nuestro hermano cuando ingresamos en la familia de Dios.
Ahora bien, de la misma manera que el conocimiento de su exclusivo carácter filial servía para regular el desarrollo de la vida de Jesús en la tierra, insiste también él en que el conocimiento de nuestra adopción filial debe asimismo regular nuestra propia vida. Esto surge repetidamente en su enseñanza, pero en ninguna parte con mayor claridad que en el Sermón del Monte. Llamado con frecuencia la Carta Magna del Reino de Dios, este sermón podría con igual exactitud describirse como el código de la familia real, pues la idea de la relación filial entre el discípulo y Dios resulta básica para las cuestiones principales en tomo a la obediencia cristiana a que se refiere. Vale la pena analizar esto detalladamente, especialmente dado el hecho de que raramente se le otorga, en las exposiciones, la atención que le corresponde.
PRIMERO, pues, la adopción aparece en el sermón como la base de la conducta cristiana. Se comenta con frecuencia que el Sermón enseña la conducta cristiana, no ofreciendo un código completo de reglas y una casuística detallada, para seguirse con precisión mecánica sino indicando en forma amplia y general el espíritu, la dirección, los objetivos, los principios directrices, y los ideales, con arreglo a los cuales el cristiano debe regir su vida. A menudo se destaca el hecho de que se trata de una ética de la libertad responsable, enteramente diferente del tipo de instrucción precisa y rígida a que echaban mano los escribas y doctores judíos en la época del Señor Jesús. Lo que no se percibe con tanta frecuencia es que se trata precisamente del tipo de instrucción moral que los padres constantemente procuran inculcar a sus hijos, la enseñanza de principios generales imaginativos y concretos fundados 'en casos particulares, procurando al mismo tiempo que los hijos aprecien el valor de los puntos de vista de los padres y los compartan, como también su actitud ante la vida. La razón que hace que el Sermón del Monte tenga esta cualidad no es difícil de descubrir: es que se trata justamente de instrucción para los hijos de una familia: la familia de Dios. La orientación básica se deja ver en tres principios de conducta de muy amplio alcance que enuncia nuestro Señor.
El principio número uno es el de imitar al Padre. "Yo os digo: Amad a vuestros enemigos... para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos... Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto" (Mat. 5: 44, 48). Los hijos han de mostrar en su conducta el parentesco familiar. Aquí Jesús está indicando que deben "ser santos porque yo soy santo", y lo hace relacionando la idea con la familia.
El principio número dos es el de glorificar al Padre. "Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (5: 16). Es muy hermoso que los hijos estén orgullosos de sus padres, que deseen que los demás vean lo maravilloso que es, y que procuren comportarse en público en forma que le haga honor; de igual modo, dice Jesús, los cristianos deben procurar portarse entre los hombres de forma que promuevan alabanzas al Padre que está en el cielo. Su preocupación constante tiene que ser la que se les ha enseñado a articular al comienzo de sus oraciones:
"Padre nuestro... santificado sea tu nombre" (6:9). El principio número tres es el de agradar al Padre. En el capítulo 6: 1-18 Jesús se refiere a la necesidad de agradar sinceramente a Dios con nuestra religión, y enuncia el principio en los siguientes términos: "No practiquen su religión delante de la gente sólo para que las vean. Si lo hacen así, su Padre que está en el cielo no les dará ningún premio" (6: 1, VP}. Dicho "premio" o recompensa, no es, desde luego, algo mercenario; será una recompensa en el seno de la familia, una muestra adicional de amor, como la que les encanta proporcionar a los padres cuando los hijos han hecho un verdadero esfuerzo por agradar o cumplir. El propósito que tiene la promesa de recompensa que hace nuestro Señor (vv. 4, 6,18) no es el de hacemos pensar en términos de salario y de un quid pro qua, sino simplemente de recordamos que nuestro Padre celestial tiene en cuenta, y demuestra gran placer, cuando hacemos esfuerzos por agradarle a él y sólo a él.
SEGUNDO, la adopción aparece en el Sermón como la base de la oración cristiana. "Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro." (6:9). Jesús siempre oraba a su Dios como Padre ("Abba" en arameo, palabra íntima, usada en el seno de la familia) y así deben hacerlo también sus seguidores. Jesús podía decirle a su Padre "siempre me oyes" (Juan 11:42), y quiere que sus discípulos sepan que, como hijos adoptados por Dios, eso mismo vale para ellos. El Padre está siempre accesible a sus hijos, y nunca está demasiado ocupado para escuchar lo que tienen que decirle. Esta es la base de la oración cristiana.
Se siguen dos cosas según el sermón. Primero, la oración no debe concebirse en términos impersonales ni mecánicos, como una técnica para ejercer presión sobre alguien que de otro modo no podría hacer caso. "Orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos. No os hagáis, pues, semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis" (6:7s). Segundo, la oración ha de ser libre y franca. No tenemos por qué titubear en imitar la sublime "frescura" del chico que no tiene miedo de pedirles cualquier cosa a sus padres, porque sabe que puede contar con su amor en forma total. "Pedid, y se os dará..., porque todo aquel que pide, recibe... Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?" (7:7-11).
No es, por cierto, que nuestro 'Padre celestial contesta siempre las oraciones de sus hijos en la forma en que las ofrecemos. ¡A veces hacemos peticiones equivocadas! Es prerrogativa de Dios el dar cosas buenas, cosas que necesita más, y si, en nuestra falta de sabiduría, pedimos cosas que no caben bajo dichos encabezamientos, Dios, como cualquier padre bueno, se reserva el derecho de decir: "No, eso no; no te hará bien; en cambio te doy esto otro." Los padres buenos jamás se limitan a desoír lo que dicen sus hijos, ni ignoran sencillamente sus sentimientos de necesidad, como tampoco lo hace Dios; pero a menudo nos da 10 que tendríamos que haber pedido, más bien que lo que realmente hayamos solicitado. Pablo le pidió al Señor Jesús que en su gracia le quitase el aguijón de la carne, pero el Señor le contestó dejándole, en su gracia, el aguijón, y fortaleciéndolo para que pudiese vivir con él (II Cor. 12:7 - 8). ¡El Señor sabía lo que hacía! Sería una gran equivocación sugerir que porque la oración de Pablo fue contestada de esta forma en realidad no fue contestada en absoluto. He aquí una fuente que arroja luz sobre 10 que a veces se denomina "el problema de la oración no contestada".
Tercero, la adopción aparece en el Sermón del Monte como la base de la vida de fe, es decir, la vida que consiste en confiar en Dios para la satisfacción de las necesidades materiales mientras se busca su reino y su justicia. No es necesario, empero, aclarar que se puede vivir la vida de fe sin tener que abandonar una ocupación lucrativa. Cierto que algunas personas han sido llamadas a hacer eso, pero intentarlo sin un llamado específico no es fe sino insensatez. ¡Hay una gran diferencia! En realidad, todos los cristianos son llamados a vivir una vida de fe, en el sentido de hacer la voluntad de Dios cualquiera sea el costo y confiando en él hasta las últimas consecuencias. Pero todos somos tentados, tarde o temprano, a considerar el status y la seguridad, en términos humanos, antes que la lealtad al llamado de Dios; y luego, si resistimos a la tentación, nos sentimos tentados de inmediato a preocupamos sobre el posible efecto de la posición que hemos adoptado, particularmente cuando, como les pasó a los discípulos a quienes fue predicado el sermón primeramente, y como les ha ocurrido a muchas personas desde entonces, la resolución de seguir a Jesús las ha obligado a abandonar una cierta medida de seguridad y prosperidad de la que de otro modo probablemente habrían podido disfrutar. Para quienes son tentados de este modo en su vida de fe, Jesús enuncia el concepto de adopción.
"No se preocupen por lo que van a comer o beber para vivir, ni por la ropa que han de ponerse", dice el Señor (6: 25, VP). Pero, nos dice alguien, esto no es ser realista; ¿cómo puedo dejar de preocuparme cuando me veo en tal o cual situación? A esto Jesús contesta: tu fe es demasiado pequeña; ¿has olvidado que Dios es tu Padre? "Miren las aves que vuelan por el aire..., el Padre de ustedes que está en el cielo les da de comer. ¡Cuánto más valen ustedes que las aves!" (v. 26). Si Dios cuida de las aves sin ser el Padre de ellas, ¿no está claro que indudablemente los cuidará a ustedes, que son sus hijos? En los versículos 31-33 la cuestión aparece en términos positivos. "Por eso, no se preocupen diciendo: "¿Qué vamos a comer? o ¿qué vamos a beber? ... ustedes tienen un Padre celestial que ya sabe que necesitan todo eso. Así que, pongan su atención en el reino de Dios -el de su Padre- y en hacer lo que él requiere, y recibirán también todas estas cosas." "A lo mejor chocamos", dijo la niña preocupada mientras la familia se desplazaba entre el tránsito en su automóvil. "Confía en papá; es un buen conductor", dijo la madre. La niña se sintió segura Y se relajó inmediatamente. ¿Confiamos nosotros en nuestro Padre celestial de este modo? Y si no, ¿por qué? Ese tipo de confianza es vital; constituye en verdad el móvil principal en la vida de fe; sin esa confianza, la fe deriva hacia la incredulidad.
IV
En un capítulo anterior vimos que el concepto de propiciación, que sólo aparece expresamente cuatro veces en el Nuevo Testamento, es no obstante vitalmente importante ya que es el núcleo y el punto central de toda la perspectiva neotestamentaria de la obra redentora de Cristo. Aquí ocurre algo semejante. La palabra "adopción" (la que significa "instalar como hijo") aparece sólo cinco veces, Y de ella solamente tres se refieren a la relación presente del cristiano con Dios en Cristo (Rom. 8: 14; Gal. 4:5; Efe. 1:5); y, sin embargo, el concepto mismo constituye el núcleo y el punto central de toda la enseñanza neo testamentaria sobre vida cristiana. Ciertamente, los dos conceptos van juntos; si se me pidiese que caracterizara el mensaje del Nuevo Testamento en tres palabras, yo propondría adopción mediante propiciación, y creo que no voy a encontrar jamás una síntesis más rica ni más fecunda del evangelio. Pero no es sólo en los cuatro evangelios que la noción de nuestra relación filial y divina se presenta como lo que regula el pensamiento y la vida. Las epístolas también están llenas del tema. Al pasar a demostrar, a continuación, que la realidad de nuestra adopción nos proporciona las más profundas percepciones que nos ofrece el Nuevo Testamento sobre cinco asuntos más, vamos a basar las pruebas en las epístolas, principalmente. Las cinco cuestiones son: primera, la grandeza del amor de Dios; segunda, la gloria de la esperanza cristiana; tercera, el ministerio del Espíritu Santo; cuarta, el significado y los motivos de lo que los puritanos llamaban la "santidad evangélica"; quinta, el problema de la certidumbre del cristiano.
PRIMERO, la adopción muestra la grandeza de la gracia de Dios. El Nuevo Testamento nos ofrece dos criterios para calcular el amor de Dios. El primero es la cruz (Véase Rom. 5:8; 1 Juan 4: 8-10); el segundo es el don de la relación filial. "Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios" (1 Juan 3: 1). De todos los dones de la gracia, la adopción es el mayor. El don del perdón por el pasado es grande: el saber que Sufriendo la vergüenza y despreciando la grosería ocupó mi lugar de condenación, y selló mi perdón con su sangre, constituye una fuente perpetua de maravilla y de gozo. Rescatado, sanado, restaurado, perdonado ¿quién como yo habría de cantar sus alabanzas?
Así también, el don de la inmunidad y de la aceptación -ahora y para el futuro es grande: una vez que el extático epitome de Charles Wesley sobre Romanos 8 se hace nuestro. Ninguna condenación temo ahora; Jesús, y todo lo que él es, es mío; vivo en él, mi Señor viviente, y arropado en divina justicia me acerco al trono eterno con confianza y reclamo la corona, en los méritos de mi Cristo nuestro espíritu adquiere alas y vuela, como ya lo sabrán seguramente algunos de los que lean este capítulo. Pero al tener conciencia de que Dios nos ha levantado de la calle, por así decirlo, y nos ha hecho hijos de su propia casa -a nosotros, pecadores perdonados milagrosamente, culpables, desagradecidos, desafiantes, perversos en gran modo- nuestro sentido del inmenso amor de Dios adquiere proporciones que no podemos expresarlo en palabras. Nos hacemos eco de la pregunta de Charles Wesley:
¿Cómo he de expresar, Padre, la bondad que tú me has mostrado? ¡Que yo, un hijo de la ira y del infierno sea llamado hijo de Dios! Como él, nosotros también habremos de sentir que no sabemos cómo dar una respuesta adecuada.
En el mundo antiguo la adopción la practicaban de ordinario únicamente los de buena posición que no tenían hijos. Los favorecidos, como lo señaláramos antes, normalmente no eran niños, como suele ser el caso hoy, sino jóvenes que habían demostrado tener la capacidad necesaria para llevar el nombre de la familia en forma digna. En este caso, no obstante, Dios nos adopta por puro y gratuito amor, no porque nuestro carácter y nuestros antecedentes nos señalen como dignos de ocupar un lugar en la familia de Dios; la idea de que él nos ame y nos exalte siendo nosotros pecadores, de la misma manera en que amó y exaltó al Señor Jesús, parecería ridícula y disparatada, y sin embargo, eso, y nada menos que eso, es lo que significa la adopción.
La adopción, por su misma naturaleza, es un acto libre de bondad manifestado hacia la persona que se adopta. Si al adoptar a alguien le hacemos padres es porque hemos elegido hacerla, no porque estemos obligados a ello. De modo semejante, Dios adopta porque ha elegido hacerla. No tiene ninguna obligación de hacerla. Podría no haber hecho nada por nuestros pecados, salvo castigarnos como correspondía. Mas nos amó de este modo; nos redimió, nos perdonó, nos tomó como hijos, y se nos dio él mismo como Padre.
Pero su gracia no se detiene en ese acto inicial, como tampoco el amor de los padres humanos que adoptan se detiene una vez que se ha completado el proceso legal que les confiere el niño. El hecho de determinar la: posición del niño como miembro de la familia es sólo el comienzo. La verdadera tarea está por delante: la de establecer una relación filial entre el niño adoptado y sus nuevos padres. Este es el aspecto que realmente interesa. En consecuencia, los nuevos padres se dedican a conquistar el amor del niño tratándolo con amor. Así hace Dios. A lo largo de nuestra vida en este mundo, y hasta la eternidad, nos dará constantemente, de un modo o de otro, más y más de su amor, con lo cual aumenta continuamente nuestro amor por él también. Lo que el futuro ofrece a los hijos que adopta Dios es una eternidad de amor.
Una vez conocí a una familia cuyo hijo mayor había sido adoptado porque entonces los padres pensaban que no podían tener hijos. Cuando más tarde llegaron los hijos nacidos del matrimonio, todo el afecto de los padres se dirigió hacia ellos, y el hijo adoptivo quedó relegado en forma muy evidente. Era un espectáculo penoso, y, a juzgar por la expresión en el rostro del hijo adoptivo, constituía una experiencia dolorosa para él. Se trataba, desde luego, de un miserable fracaso de la función paternal. Pero en la familia de Dios no ocurren cosas así. Como el hijo pródigo de la parábola, tal vez no podamos hacer otra cosa que decir: "He pecado, ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros" (Luc. 15: 18s). Pero Dios nos recibe como a hijos y nos ama con el mismo amor inmutable con el que ama eternamente a su bien amado unigénito. En la familia divina no hay grados de afecto. Todos somos amados tan plenamente como lo es Jesús. Es como un cuento de hadas -el monarca reinante adopta granujas y descarriados para convertirlos en príncipes-, pero, alabado sea Dios, este no es un cuento de hadas: es un hecho real y verdadero que se apoya en el fundamento de la gracia libre y soberana. Esto es lo que significa la adopción. Con razón Juan exclama: "Mirad cuál amor”. Una vez que comprendamos lo que es la adopción haremos esta misma exclamación nosotros mismos. Pero esto no es todo.
SEGUNDO, la adopción nos muestra la gloria de la esperanza cristiana. El cristianismo del Nuevo Testamento es una religión de esperanza, una fe que mira hacia adelante. Para el cristiano lo mejor está siempre por delante. ¿Pero cómo podemos formamos una idea adecuada de lo que nos espera al final del camino?- Aquí, también, la doctrina de la adopción nos sale al encuentro. Para comenzar, nos enseña a pensar en nuestra esperanza como algo perfectamente asegurado, y no como una posibilidad o algo simplemente verosímil, porque se trata de una herencia prometida. La razón para adoptar a alguien en el mundo del primer siglo era específicamente la de contar con un heredero al que se pudieran dejar las posesiones. Así, también, la adopción por parte de Dios nos convierte en herederos, y ello nos garantiza, de derecho (podríamos decir), la herencia que tiene preparada para nosotros. "Somos hijos de Dios. Y si hijos también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo" (Rom. 8: 16s). "Ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo" (Gal. 4:7). La riqueza de nuestro Padre es inconmensurable y hemos de heredar todo.
Seguidamente la doctrina de la adopción nos dice que la suma y' sustancia de la herencia prometida es la participación en la gloria de Cristo. Seremos hechos semejantes a nuestro hermano mayor en todos los sentidos, y el pecado y la mortalidad, esa doble corrupción de la buena obra de Dios en las esferas moral y espiritual respectivamente, serán cosas del pasado. "Coherederos de Cristo... para que juntamente con él seamos glorificados" (Rom. 8: 17). "Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado 10 que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él" (I Juan 3:2). Esta semejanza se extenderá al cuerpo físico tanto como a la mente y al carácter; más todavía, Romanos 8: 23 se refiere al hecho de que la adopción consiste en el otorgamiento de la semejanza en el aspecto físico, empleando claramente la palabra en el sentido de la herencia para la cual fuimos adoptados. "Nosotros... que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo." Esta, la bendición del día de la resurrección, hará real y actual para nosotros todo lo que estaba implícito en la relación de la adopción, porque nos introducirá a la plena experiencia de la vida celestial que ahora disfruta nuestro hermano mayor. Pablo se refiere al esplendor de este acontecimiento, y nos asegura que toda la creación, en forma real, si bien inarticulada, anhela "la manifestación de los hijos de Dios. Porque '" también la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rom. 8: 19ss). Independientemente de todo lo demás que este pasaje pudiera significar (y no fue escrito, recuérdese, para satisfacer la curiosidad del especialista en ciencias naturales), el mismo subraya claramente la sobrecogedora grandiosidad de lo que nos espera según el buen designio de Dios. Cuando pensamos en Jesús exaltado en la gloria, en la plenitud del gozo por el que soportó la cruz (hecho sobre el que los cristianos debieran meditar frecuentemente), debiéramos tener siempre presente que todo lo que él tiene algún día será compartido con nosotros, por cuanto es nuestra herencia tanto como lo es suya; nosotros nos contamos entre los "muchos hijos" que Dios está llevando a la gloria (Heb. 2: 10), y la promesa que nos ha hecho Dios, tanto como su obra en nosotros, no van a fallar.
Finalmente, la doctrina de la adopción nos dice que la experiencia del cielo será la de una reunión familiar, cuando la gran hueste de los redimidos se reúna en comunión cara a cara Con su Dios-Padre y Jesús su hermano mayor. Este es el cuadro más profundo y más claro del cielo que nos ofrece la Biblia. Muchas partes de las Escrituras se refieren a él. "Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria" (Juan 17: 24). "Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios" (Mat. 5:8). "Le veremos cara a cara" (I Coro 13: 12). "Así estaremos siempre con el Señor" (I Tes. 4: 17). Será como el día en que el niño sale por fin del hospital, y encuentra al padre y a toda la familia afuera para recibirlo -una gran ocasión para todos. "Me veo ahora al final del viaje; los días fatigosos han terminado- dijo Perseverante, el personaje de Bunyan, cuando se encontraba en medio del río Jordán-, los pensamientos acerca de lo que voy a hallar, y de la conducta que me espera del otro lado, están como brasas encendidas a la puerta de mi corazón '" hasta aquí he viajado de oídas, y por fe, pero ahora me encamino hacia donde viviré en la luz, y estaré con Aquel en cuya compañía me deleito." Lo que hará que el cielo sea cielo es la presencia de Jesús, y la de un Padre divino reconciliado que por amor a Jesús nos ama a nosotros no menos de lo que ama al propio Jesús. El ver, conocer, amar al Padre y al Hijo y ser amado por ellos, en compañía del resto de la vasta familia de Dios, es la esencia misma de la esperanza cristiana. Como lo expresó Richard Baxter en su versión poética del pacto con Dios que su prometida "suscribió de buena gana" ello de abril de 1660: Mi conocimiento de esa vida es pequeño; el ojo de la fe está empañado: pero basta que Cristo lo sepa todo; porque yo estaré con él. Si somos creyentes, y por lo tanto hijos, el porvenir que esto nos anuncia nos satisface; sino es así, parecería entonces que todavía no somos ninguna de las dos cosas.
TERCERO, la adopción nos proporciona la clave para entender el ministerio del Espíritu Santo. Existen peligros y confusiones en abundancia entre los cristianos en el día de hoy en torno al tema del ministerio del Espíritu Santo. El problema no está en encontrar rótulos adecuados sino en saber en la práctica qué es lo que corresponde a la obra de Dios en relación con lo que designan dichos rótulos. Así, todos sabemos que el Espíritu nos hace conocer la mente de Dios, y que glorifica al Hijo de Dios; la Escritura nos lo dice; nos informa además que el Espíritu es el agente del nuevo nacimiento y que obra dándonos entendimiento a fin de que podamos conocer a Dios, y un corazón nuevo para que podamos obedecerle; también, que el Espíritu mora en nosotros, nos santifica, y nos capacita para el peregrinaje diario; asimismo, que la certidumbre, el gozo, la paz, y el poder constituyen sus dones especiales para nosotros. Pero muchas personas se quejan de que están llenas de dudas porque las afirmaciones que anteceden no son más que fórmulas para ellos, que no corresponden a nada que puedan reconocer en su propia vida. Naturalmente, dichos cristianos sienten que están perdiendo algo vital, y preguntan con ansiedad cómo pueden hacer para achicar la distancia entre el cuadro neotestamentario de la actividad del Espíritu y la propia sensación de aridez en la experiencia diaria. Luego, quizás, se lanzan desesperados a buscar un evento psíquico único que los transforme, de tal manera que lo que para ellos es la "barrera no espiritual" personal puede ser eliminada de una vez para siempre. El acontecimiento de referencia, "una experiencia en un retiro o campamento", "entrega total", "el bautismo del Espíritu Santo", "la satisfacción completa", "el sello del espíritu", o el don de lenguas, o (si navegan os orientados por estrellas de la órbita católica más que de la protestante) "una segunda conversión", o la oración queda, o la de unión. Mas, aun cuando ocurra algo que piensan que pueden identificar con lo que están buscando, no tardan en darse cuenta de que la "barrera no espiritual" no ha sido eliminada en absoluto; de modo que comienzan nuevamente a buscar otra cosa diferente. Muchas personas se ven envueltas en este tipo de trajín en el día de hoy. ¿Qué es lo que hace falta en estos casos? nos preguntamos. La luz que emana de la doctrina de la adopción acerca del ministerio del Espíritu proporciona la respuesta.
La causa de los problemas que hemos descrito está en un sobre-naturalísimo falso de tipo mágico, que lleva a la gente a apetecer un toque transformador como el de una potencia eléctrica impersonal que les haga sentirse libres de las cargas y esclavitudes de tener que vivir consigo mismos y con los demás. Creen que esto constituye la esencia de la genuina experiencia espiritual. Piensan que la obra del Espíritu consiste en proporcionarles experiencias semejantes a lo que producen las drogas. (Qué daño hacen los evangelistas que llegan a prometer justamente esto, o los drogadictos que equiparan sus fantasías con la verdadera experiencia religiosa. ¿Cuándo aprenderá este mundo a distinguir entre cosas que difieren?) En realidad, empero, esta búsqueda de una explosión interior, antes que de una comunión interior, es evidencia de una profunda falta de entendimiento de 10 que es el ministerio del Espíritu. Porque lo que es esencial entender aquí es que el Espíritu le es dado a los creyentes como "el Espíritu de adopción", y en todo ministerio para con los cristianos obra justamente como Espíritu de adopción. Como tal, su función y su propósito en todo momento consisten en hacer comprender a los cristianos, con creciente claridad, el significado de su relación filial con Dios en Cristo, y llevarlos a responder en forma cada vez más profunda a Dios a base de dicha relación. Pablo señala esta verdad cuando escribe que los creyentes han recibido "el Espíritu que los hace hijos de Dios. Y este Espíritu nos hace decir: ¡Padre nuestro!" (Rom. 8: 15, VP). "Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!" (Gal. 4: 6). La adopción es el pensamiento clave para descubrir la perspectiva neotestamentaria de la vida cristiana Y el pensamiento central para unificada. Del mismo modo, el reconocimiento de que el Espíritu nos viene como Espíritu de adopción constituye el pensamiento clave para descubrir todo lo que el Nuevo Testamento nos explica en cuanto a su ministerio para con el cristiano.
Desde el punto de mira que nos proporciona este pensamiento central, vemos que la obra del Espíritu tiene tres aspectos. En primer lugar, nos hace y nos mantiene conscientes -a veces en forma vívidamente consciente, Y siempre en alguna medida, aun cuando la parte perversa de nosotros nos incita a negarlo- de que somos hijos de Dios por pura gracia mediante Cristo Jesús. Esta es la obra que consiste en damos fe, seguridad, y gozo. En segundo lugar, nos ayuda ver a Dios como un padre y a mostrar hacia él esa confianza respetuosa e ilimitada que es natural en hijos que se sienten seguros en el amor de un padre al que adoran. Esta es la obra que consiste en hacemos exclamar "Abba, Padre" -la actitud es la que expresa la exclamación. En tercer lugar, nos impulsa a actuar de conformidad con nuestra posición como hijos de la realeza, manifestando la semejanza de familia (es decir, conformándonos a Cristo), y promoviendo el honor de la familia (es decir, buscando la gloria de Dios). Esta es la obra de santificación. Mediante esta progresiva profundización de la conciencia Y el carácter filial, con el consiguiente efecto en la búsqueda de lo que Dios ama y la evitación de lo que aborrece, "nos vamos transformando en esa misma imagen [la del Señor} cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor, que es Espíritu" (II Cor. 3: 18, BJ). De modo que no es cuando nos esforzamos por sentir cosas o tener experiencias, de cualquier tipo, que la realidad del ministerio del Espíritu se hace visible en nuestra vida, sino cuando buscamos a Dios mismo, buscándolo como nuestro Padre, atesorando su comunión, y descubriendo en nosotros mismos un creciente deseo de conocerlo y serle agradables. Este es el conocimiento que tanto necesitamos para salir del atolladero de los conceptos no espirituales sobre el Espíritu, atolladero en el que tantas personas se encuentran envueltas en el día de hoy.
CUARTO, partiendo de lo que acabamos de decir, la adopción nos muestra el significado y los motivos de la "santidad evangélica: La "santidad evangélica" es una frase que sin duda a algunos les resultará conocida. Era una especie de taquigrafía puritana para hacer referencia a la vida cristiana auténtica, que surge del amor y la gratitud hacia Dios, por contraste con la "santidad legal" espuria que consistía meramente en fórmulas, rutinas, y apariencia exterior, mantenidas por motivos egoístas. Aquí sólo queremos referimos brevemente a dos cuestiones en relación con la "santidad evangélica". Primero, lo que ya se ha dicho nos muestra lo esencial de su carácter. Se trata de un vivir en armonía con nuestra relación filial con Dios, en la que nos ha colocado el evangelio. Consiste sencillamente en que el hijo de Dios sea fiel al modelo, fiel a su Padre, a su Salvador, y a sí mismo. Consiste en expresar la adopción en la vida. Consiste en ser un buen hijo, a diferencia del pródigo o de la oveja negra de la familia real. Segundo, la relación adoptiva, que pone de manifiesto tan íntimamente la gracia de Dios, proporciona ella misma el motivo para este auténtico vivir santamente. Los cristianos saben que Dios los ha "predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo", y que esto comprende su intención eterna de que "fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor" (Efe. 1:4s). Saben que se dirigen hacia el día en que dicho destino se realizará en forma plena y definitiva. "Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos como él es" (I Juan 3:2).
¿En qué redunda dicho conocimiento? Pues en esto: que "todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro" (v. 3). Los hijos saben que la santidad es la voluntad del Padre para ellos, y que es tanto un medio como una condición, además de un componente de su felicidad, aquí y en el más allá; y porque aman a su Padre se dedican activamente a cumplir ese propósito benéfico. La disciplina paternal ejercida mediante presiones y pruebas exteriores contribuye al proceso: el cristiano que se encuentra hasta los ojos con problemas puede consolarse en el conocimiento de que en el misericordioso plan de Dios todo tiene un propósito positivo, para el progreso de santificación. En este mundo, los hijos de la realeza, a diferencia de los demás, tienen que someterse a disciplina y educación adicionales con el fin de estar preparados para cumplir su elevado destino. Así es también con los hijos del Rey de reyes. La clave para entender la forma en que los trata es recordar que en el curso de la vida Dios los está preparando para lo que les espera, y modelándolos para que se asemejen a la imagen de Cristo. Algunas veces el proceso de modelado resulta penoso, y la disciplina difícil; pero el Espíritu nos recuerda que "el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos. Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia “(Heb. 12:6s, 11). Únicamente el hombre que ha comprendido esto puede entender Romanos 8:28: "A los que aman a Dios, todas las cosas ayudan a bien"; igualmente, sólo ese hombre puede retener la seguridad de su relación filial frente a los ataques satánicos cuando las cosas andan mal. Pero el que ha hecho suya la doctrina de la adopción disfruta de certidumbre y recibe bendición en tiempos difíciles: este es uno de los aspectos dé la victoria de la fe sobre el mundo. Mientras tanto, sin embargo, queda el hecho de que el motivo principal del cristiano para vivir santamente no tiene carácter negativo -la esperanza (¡vana!) de que así podrá evitar la disciplina- sino positivo: el impulso a mostrar al Dios que lo ha adoptado su amor Y su gratitud identificándose con la voluntad del Padre para él.
Esto de inmediato arroja luz sobre la cuestión del lugar de la ley de Dios en la vida cristiana. A muchas personas les ha resultado difícil ver en qué sentido la ley puede tener vigencia para el cristiano. Estamos libres de la ley, dicen; nuestra salvación no depende de que guardemos la ley; somos justificados por la sangre y la justicia de Cristo. ¿Qué importancia tiene, entonces? ¿O qué puede significar el que en adelante guardemos o no la ley? Y puesto que la justificación significa el perdón de todo pecado, pasado, presente, y futuro, y la completa aceptación para toda la eternidad, ¿por qué hemos de preocupamos, sea que pequemos o no? ¿Por qué vamos a pensar que a Dios le preocupa esto? ¿Acaso no es una indicación de una comprensión imperfecta de la justificación el que el cristiano se preocupe por sus pecados diarios y se dedique a lamentarse por ellos y a buscar perdón por los mismos? ¿Acaso no es la negativa a acudir a la ley en busca de instrucción, o a preocupamos por las faltas diarias, parte de la verdadera confianza en la, fe que justifica?
Los puritanos tuvieron que enfrentarse con estas ideas "antinómicas" y a veces les resultaba bastante difícil responder a ellas. Si aceptamos la suposición de que la justificación constituye el todo y el fin del don de la salvación, siempre resultará difícil contrarrestar tales argumentos. La verdad está en que dichas ideas han de ser contestadas en términos de adopción y no de justificación: realidad que los puritanos no llegaron a destacar suficientemente. Una vez que se traza la diferencia entre estos dos elementos del don de la salvación, la respuesta correcta se hace evidente.
¿Cual es esa respuesta? Es esta: que, si bien es cierto que la justificación libra a la persona para siempre de la necesidad de guardar la ley, o de intentado, como medio de salvar la vida, es igualmente cierto que la adopción obliga a guardar la ley, como forma de agradar al nuevo Padre que hemos obtenido. El guardar la leyes un aspecto de la semejanza familiar de los hijos de Dios; Jesús cumplió toda justicia, y Dios nos pide que nosotros hagamos lo propio. La adopción coloca la obligación de guardar la ley sobre una nueva base: como hijos de Dios reconocemos la autoridad de la ley como regla para nuestra vida, porque sabemos que esto es lo que nuestro Padre desea. Si pecamos, confesamos nuestra falta y pedimos perdón a nuestro Padre sobre la base de la relación familiar, como nos lo enseñó Jesús -"Padre nuestro... perdónanos nuestros pecados" (Luc. 11: 2,4). Los pecados de los hijos de Dios no destruyen su justificación ni anulan su adopción, pero dañan la comunión entre ellos y su Padre. "Sed santos, porque yo soy santo" es la voz que oímos de nuestro Padre, y no constituye parte de la fe justificadora el perder de vista el hecho de que Dios, el Rey, quiere que sus hijos reales vivan vidas dignas de su paternidad y su posición.
QUINTO, la adopción aporta la clave que necesitamos para guiamos a través del problema de la certidumbre. He aquí una madeja enmarañada, como no habrá otra. Este tópico ha sido motivo de discusión permanente en la iglesia a partir de la Reforma. Los reformadores, y Lutero en particular, solían distinguir entre "fe histórica" -lo que Tyndale llamaba "fe como de cuento", vale decir, la creencia en los hechos cristianos sin respuesta o compromiso- y la verdadera fe salvadora. Esto último, afirmaban, era esencialmente certidumbre. La llamaban fiducia, "confianza" confianza, vale decir, primero en el concepto de la promesa de Dios de perdonar y otorgar vida a los pecadores que creían, y, segundo en su aplicación a uno mismo como creyente. "La fe -declaró Lutero- es una confianza viviente y deliberada en la gracia de Dios, tan segura que por ella uno podría morir mil veces, y tal confianza, nos hace gozosos, intrépidos, y alegres para con Dios y toda la creación". Y atacó "esa perniciosa doctrina de los papistas que enseñaba que ningún hombre sabe con seguridad si está en el favor de Dios o no; con lo cual mutilaban completamente la doctrina de la fe, atormentaban la conciencia de los hombres, echaban a Cristo de la Iglesia, y negaban todos los beneficios del Espíritu Santo". En esa misma época los reformadores reconocían que la fiducia, la certidumbre de la fe, podía existir en el hombre que bajo la tentación estaba seguro de que ella no existía en él, y que no tenía esperanza en Dios. (Si esto nos pareciera paradójico, demos gracias de que jamás hayamos sido expuestos a ese tipo de tentación que hace que este sea el estado real de nuestra alma, como lo fue en algunas ocasiones el estado real del alma de Lutero, y de muchos otros de su época.)
Los católico-romano no podían entender esto: como respuesta a los reformadores reafirmaban el punto de vista tradicional en la Edad Media, el de que si bien la fe espera el cielo, no puede tener seguridad de que va a llegar allí, y de que el armar que se tiene esta seguridad constituye presunción.
Los puritanos del siglo siguiente se propusieron enseñar que lo que es esencial en la fe no es la seguridad de la salvación, sea presente o futura, sino el arrepentimiento y la entrega verdadera a Cristo Jesús. Con frecuencia hablaban de la certidumbre como si fuese algo distinto de la fe, algo que el creyente no habría de experimentar ordinariamente a menos que lo buscan específicamente.
En el siglo dieciocho Wesley se hizo eco de b. insistencia de Lutero en que el testimonio del Espíritu, y la seguridad resultante, es de la esencia misma de la fe, si bien más tarde cualificó la afirmación al distinguir entre la fe del siervo, en la que la certidumbre no tiene parte, y la fe del hijo, en la que sí tiene parte. Parece haber llegado II la conclusión de que su experiencia temprana era como la fe del siervo una fe que está al borde de la experiencia cristiana plena, que busca la salvación y prosigue a conocer al Señor, pero que no está segura todavía de estar al amparo de la gracia. Como todos los luteranos posteriores, sin embargo - ¡aunque no como Lutero mismo!-, Wesley sostenía que la certidumbre se relaciona solamente con la aceptación presente por Dios, pero que no puede haber seguridad presente de que se mantendrá.
Entre los evangélicos el debate sigue, y sigue confundiendo. ¿Qué es la certidumbre? ¿Ya quiénes da certidumbre Dios? - ¿a todos los creyentes, a algunos, a ninguno? Cuan do concede certidumbre, ¿de qué nos da certidumbre? ¿En qué formase manifiesta la certidumbre? La maraña es tremenda, pero la doctrina de la adopción nos puede ayudar a desenredada.
Si Dios en su amor ha convertido en hijos suyos a los cristianos, y si como Padre él es perfecto, dos cosas parecerían seguirse de esto, dada la naturaleza del caso.
PRIMERO, la relación familiar tiene que ser de carácter perdurable, para siempre. Los padres perfectos no abandonan a sus hijos. El cristiano puede hacerse el pródigo, pero Dios no ha de dejar de cumplir el lugar del padre del hijo pródigo.
SEGUNDO, Dios hará lo inimaginable para lograr que sus hijos perciban el amor que les siente, y que tomen conciencia de su privilegio y de la seguridad que pueden disfrutar como miembros de su familia. Los hijos adoptivos necesitan sentirse seguros de que son aceptados, y el padre perfecto hará que así se sientan.
En Romanos 8, el pasaje clásico del Nuevo Testamento sobre la certidumbre, Pablo confirma las dos inferencias mencionadas.
PRIMERO, nos dice que los que predestinó para que fuesen hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos -a los que, en otras palabras, resolvió que aceptaría como hijos en su familia, al lado de su Hijo unigénito-, los "llamó, justificó,  glorificó" (Rom. 8: 29s). "Glorificó", anotamos, está en el tiempo pasado, aun cuando el hecho mismo sigue siendo futuro; esto demuestra que en el parecer de Pablo la cuestión vale como si ya hubiese sido cumplida, ya que ha sido establecida por el decreto de Dios. Por ello Pablo puede declarar con toda confianza: "Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios [del amor redentor, paternal, y electivo de Dios] que es en Cristo Jesús Señor nuestro" (v. 38).
SEGUNDO, Pablo nos dice que aquí y ahora "el Espíritu da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos" (v. 16). Esta afirmación es inclusiva: si bien Pablo dice que no había visto nunca a los romanos, pensaba que podía con seguridad suponer que eran cristianos, y que por lo tanto conocerían este testimonio interior del Espíritu de que eran hijos y herederos de Dios. Bien pudo James Denney observar cierta vez que mientras que la certidumbre es un pecado en el romanismo, y una obligación en buena parte del protestantismo, en el Nuevo Testamento es sencillamente un hecho.
Notamos que en este versículo el testimonio sobre la adopción proviene de dos fuentes diferentes: de nuestro espíritu (vale decir, nuestro propio ser consciente), y del Espíritu de Dios, que da testimonio juntamente con nuestro espíritu, y, de este modo, a nuestro espíritu. (Este punto no queda invalidado si, siguiendo la versión inglesa llamada Revised Standard Versión, modificamos la puntuación y traducimos: "Cuando clamamos ¡Abba! ¡Padre!, es el Espíritu mismo el que da testimonio con nuestro espíritu". Lo que quiere decir, pues, es que la exclamación filial, y la actitud filial que la misma expresa, es evidencia de que el testimonio doble es una realidad en el corazón.)
¿De qué naturaleza es este doble testimonio? El análisis que hace Robert Ha1dane, análisis que destila la esencia de más de dos siglos de exposición evangélica, prácticamente no puede ser superado. El testimonio de nuestro espíritu, escribe, se hace realidad "en la medida en que el Espíritu Santo nos capacita para determinar nuestra relación filial, al ser conscientes de las verdaderas marcas de un estado renovado y al descubrirlas en nosotros mismos". Esta es la certidumbre por inferencia, siendo una conclusión basada en el hecho de que uno conoce el evangelio, confía en Cristo, hace obras dignas de arrepentimiento, y pone de manifiesto los instintos de un hombre renovado.
Pero [sigue diciendo Ha1dane] decir que esto es todo lo que significa el testimonio del Espíritu Santo sería falsear lo que se afirma en este texto; porque en ese caso el Espíritu Santo únicamente ayudaría a la conciencia a ser un testigo, pero no podría decirse que el Espíritu mismo fuese un testigo. El Espíritu Santo testifica a nuestro espíritu con un testimonio claro e inmediato, y también con nuestro espíritu, en un testimonio concurrente. Este testimonio, si bien no se puede explicar, lo siente no obstante el creyente; lo siente también, en sus variaciones, como algo más fuerte y palpable unas veces, y otras veces como algo más débil, menos discernible. Su realidad está indicada en la Escritura por expresiones tales como las que se refieren a que el Padre y el Hijo vienen a nosotros, y hacen su morada con nosotros -Cristo se manifiesta a nosotros, y cena con nosotros en el acto de damos el maná escondido, y la piedrecilla blanca, denotando la comunicación del conocimiento de la absolución de la culpa, y un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe. "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado" (Romanos, p. 363)
Esta es la certidumbre inmediata, la obra directa del Espíritu en el corazón regenerado, que viene a complementar el testimonio generado por Dios de nuestro propio espíritu (es decir, el de nuestra propia conciencia y conocimiento de nosotros mismos como creyentes). Aunque este doble testimonio puede quedar temporalmente nublado por retirada divina o ataques satánicos, todo cristiano verdadero que no entristece ni apaga al Espíritu con infidelidad comúnmente disfruta de ambos aspectos del testimonio en mayor o menor medida, como su experiencia viva, como lo indica el tiempo presente empleado por Pablo ("da testimonio a' nuestro espíritu").
'De manera que la doctrina de la certidumbre viene a ser esto: Nuestro Padre celestial quiere que sus hijos conozcan el amor que siente por ellos, y la seguridad de que disfrutan como miembros de su familia. No sería Padre perfecto si no anhelase esto y si no obrase a fin de concretado. Su acción va dirigida a hacer que el doble testimonio que hemos descrito constituya parte de la experiencia regular de sus hijos. Así los lleva a regocijarse en su amor. El mismo doble testimonio es también un don -el elemento culminante del complejo don de la fe, aquel por el cual los creyentes adquieren un "conocimiento palpable" de que su fe y adopción, y esperanza del cielo, y el infinito y soberano amor de Dios para con ellos, son "realmente reales". Sobre esta dimensión de la experiencia de la fe sólo podemos decir, como dijo alguien con respecto a la naturaleza, que es "más fácil concebida que describirla" -"más fácilmente sentida que mentada", como se dice que dijo una dama escocesa; mas todos los cristianos disfrutan de ella en alguna medida, por cuando es en verdad parte de sus derechos de nacimiento. Siendo que somos propensos a la auto-decepción, haremos bien en poner a prueba nuestra certidumbre aplicando los criterios doctrinales y éticos que proporciona 1 Juan para este mismo fin (Véase 1 Juan 2:3,29; 3:6-10, 14,18-21; 4:7, 15; 5: 1-4,18), y de esta manera el elemento ilativo en nuestra certidumbre se verá fortalecido, y el brillo de la certidumbre en su conjunto podrá aumentar gradualmente. La fuente de la certidumbre, sin embargo, no la constituyen nuestras inferencias como tales, sino la obra del Espíritu, aparte de nuestras inferencias y a través de ellas, convenciéndonos de que somos hijos de Dios, y de que el amor y las promesas redentoras de Dios se aplican directamente a nosotros.
¿Qué hay, entonces, cuanto a las disputas historias? Los romanistas estaban equivocados: vista a la luz de la adopción y la paternidad de Dios, su negación tanto de la preservación como de la certidumbre se toma una ridícula monstruosidad. ¿Qué clase de padre es el que jamás les dice a sus hijos individualmente que los ama, pero que se propone echarlos de la casa a menos que se porten bien? La negación wesleyana y luterana a aceptar la reservación está igualmente equivocada. Dios es mejor padre de lo que esta negativa le acuerda: Dios guarda a sus hijos en la fe y la gracia, y no ha de permitir que se deslicen de su mano. Los reformadores y Wesley tenían razón cuando decían que la certidumbre es parte integrante de la fe; los puritanos, sin embargo, también tenían razón cuando acordaban mayor importancia que los anteriores al hecho de que los cristianos que contristan al Espíritu pecando, y que no buscan a Dios de todo su corazón, habrán de perder la plena fruición de este don culmínate del doble testimonio, de igual modo que los hijos malos y descuidados detienen la sonrisa de los padres y en cambio provocan su gesto de desagrado. Algunos dones o regalos son demasiado preciosos para darse a hijos malos y descuidados, y este es un don que nuestro Padre celestial, en cierta medida por lo menos, ha de escatimar si ve que estamos en un estado en que nos haría daño al hacemos pensar que a Dios no le interesa el que vivamos vidas santas o no.
V
Resulta extraño que la doctrina de la adopción haya recibido tan poca atención en la historia cristiana. Aparte de dos libros del siglo pasado, ahora apenas conocidos (R. S. Candlish, The Fatherhood 0f God, La paternidad de Dios; R.A. Webb, The Relormed Doctrine 0f Adoption, La doctrina reformada de la adopción), no existen obras evangélicas sobre el tema, y no las ha habido en ningún momento desde la Reforma, como tampoco antes. La comprensión que tuvo Lutero de la adopción fue tan definida y clara como su comprensión de la justificación, pero sus discípulos se aferraron a esta última e hicieron caso omiso de la primera. La enseñanza puritana sobre la vida cristiana, tan fuerte en otros sentidos, fue notablemente deficiente aquí, lo cual es razón de por qué surgen malentendidos legalísticos de ella con tanta facilidad. Tal vez los meto distas primitivos, y los santos metodistas posteriores como Billy Bray, "el Hijo del Rey", con su inolvidable actitud hacia la oración -"tengo que hablar con un Padre sobre esto" - son los que llegaron más cerca que nadie a la vida que refleja la relación filial como la pinta el Nuevo Testamento.
En la enseñanza cristiana de hoy ciertamente que cabe darle más lugar a la adopción. Mientras tanto, el mensaje inmediato para nuestros corazones fundado en lo que hemos estudiado en el presente capítulo es indudablemente el siguiente: ¿Me entiendo a mí mismo como cristiano? ¿Tengo conciencia de mi verdadera identidad, de mi verdadero destino? Soy hijo de Dios. Dios es mi Padre; el cielo es mi hogar; cada día que pasa es un día más cerca. Mi Salvador es mi hermano; todo cristiano es mi hermano también. Repitámoslo constantemente como primera cosa al levantamos, como lo último al acostamos; mientras esperamos el ómnibus; cada vez que la mente esté desocupada; pidamos que se nos ayude a vivir como quienes sabemos que todo esto es total y absolutamente cierto. Porque este es el secreto de ¿una vida feliz para el cristiano? cierto que lo es, pero tenemos algo no sólo más elevado sino más profundo que decir.
Este es el secreto de la vida cristiana, y de la vida que honra a Dios: y estos son los aspectos de la cuestión que realmente importan. Mi deseo es que, tanto para el escritor como para el lector, este secreto sea plenamente nuestro. Para hacemos comprender más adecuadamente qué somos y quiénes somos, como hijos de Dios, y lo que somos llamados a ser, he aquí algunas preguntas que nos dan base para examinamos bien una y otra vez. ¿Entiendo la adopción de que he sido objeto? ¿Le doy su valor? ¿Me recuerdo a mí mismo diariamente el privilegio que es mío como hijo de Dios? ¿He procurado obtener plena certidumbre en cuanto a su adopción? ¿Pienso diariamente acerca del amor de Dios para conmigo? ¿Trato a Dios como mi Padre que está en los cielos, amándolo, honrándolo, y obedeciéndolo, buscando y deseando su comunión, y tratando de agradarle en todo, como querría cualquier padre humano que hiciese su hijo?
¿Pienso en Jesucristo, mi Salvador y mi Señor, como mi hermano también, que extiende hacia mí no sólo autoridad divina sino también simpatía humana? ¿Pienso todos los días cuán cerca está él de mí, cuán totalmente me entiende, y cuánto, como pariente-redentor, se preocupa por mí? ¿He aprendido a odiar las cosas que desagradan a mi Padre? ¿Soy sensible a las cosas malas a las que es sensible él? ¿Me propongo evitarlas para no contristarlo? ¿Pongo diariamente mi esperanza en esa gran ocasión familiar en que los hijos de Dios se reunirán por fin en el cielo ante el trono de Dios, su Padre, y el Cordero, su hermano y Señor? ¿He sentido la emoción de esta esperanza? ¿Amo a mis hermanos cristianos, con los cuales vivo día a día, de un modo que no me avergonzaré cuando en el cielo piense en ello? ¿Estoy orgulloso de mi Padre, y de su familia, a la que por su gracia pertenezco?

¿Aparece en mí la semejanza familiar? Y si no, ¿por qué? Dios nos humille; Dios nos intuya; Dios nos haga hijos suyos en verdad.